Marioliña era una niña pequeñita que siempre jugaba con su padre en el taller. Era una niña cariñosa, alegre y linda: era un amor verla. Su padre la sentaba abrigadita en un rincón de la mesa, sobre una pequeña caja de madera, y le daba un trocito de pan. Marioliña observaba durante horas con sus grandes ojos negros cómo su padre arreglaba los relojes absorto en la radio, mientras ella mordisqueaba entretenida su pedacito de pan.



Un día, mientras reparaba un reloj muy difícil, su padre apagó la radio para concentrarse en su trabajo. Y en medio de esa concentración que lo absorbía, un ruido extraño lo devolvió a la realidad. «¡Oye! ¿qué haces ahí en ese rinconcito curruch curruch?», dijo su padre en voz alta, sonriendo de lado. «¡Eres una Curruchela!». Marioliña se estremeció de miedo y miró a su padre, pero al moment sonrió también y siguió masticando tranquilita su pan. Curruch, curruch, curruch.